Abel Sánchez. Una historia de pasión by Miguel de Unamuno

Abel Sánchez. Una historia de pasión by Miguel de Unamuno

autor:Miguel de Unamuno
La lengua: eng
Format: epub
editor: Esmeralda Publishing LLC
publicado: 1917-05-15T00:00:00+00:00


XXII

Y volvió al casino. Era inútil resistirlo. Cada día se inventaba a sí mismo un pretexto para ir allá. Y el molino de la peña seguía moliendo.

Allí estaba Federico Cuadrado, implacable, que en cuanto oía que alguien elogiaba a otro preguntaba: “¿Contra quién va ese elogio?”.

—Porque a mí —decía con su vocecita fría y cortante— no me la dan con queso; cuando se elogia mucho a uno, se tiene presente a otro al que se trata de rebajar con ese elogio, a un rival del elogiado. Eso cuando no se le elogia con mala intención, por ensañarse en él... Nadie elogia con buena intención.

—Hombre —le replicaba León Gómez, que se gozaba en dar cuerda al cínico Cuadrado—, ahí tienes a don Leovigildo, al cual nadie le ha oído todavía hablar mal de otro...

—Bueno —intercalaba un diputado provincial—, es que don Leovigildo es un político y los políticos deben estar a bien con todo el mundo. ¿Qué dices, Federico?

—Digo que don Leovigildo se morirá sin haber hablado mal ni pensado bien de nadie. Él no dará acaso ni el más ligero empujoncito para que otro caiga, ni aunque no se lo vean, porque no solo teme al código penal, sino también al infierno; pero si el otro se cae y se rompe la crisma, se alegrará hasta los tuétanos. Y para gozarse en la rotura de la crisma del otro, será el primero que irá a condolerse de su desgracia y darle el pésame.

—Yo no sé cómo se puede vivir sintiendo así —dijo Joaquín.

—¿Sintiendo cómo? —le arguyó al punto Federico—. ¿Cómo siente don Leovigildo, como siento yo o como sientes tú?

—¡De mí nadie ha hablado! —y esto lo dijo con acre displicencia.

—Pero hablo yo, hijo mío, porque aquí todos nos conocemos...

Joaquín se sintió palidecer. Le llegaba como un puñal de hielo hasta las entrañas de la voluntad aquel ¡hijo mío! que prodigaba Federico, su demonio de la guarda, cuando echaba la garra sobre alguien.

—No sé por qué le tienes esa tirria a don Leovigildo —añadió Joaquín, arrepintiéndose de haberlo dicho apenas lo dijera, pues sintió que estaba atizando la mala lumbre.

—¿Tirria? ¿Tirria yo? ¿Y a don Leovigildo?

—Sí, no sé qué mal te ha hecho...

—En primer lugar, hijo mío, no hace falta que le hayan hecho a uno mal alguno para tenerle tirria. Cuando se le tiene a uno tirria, es fácil inventar ese mal, es decir, figurarse uno que se lo han hecho... Y yo no le tengo a don Leovigildo más tirria que a otro cualquiera. Es un hombre y basta. ¡Y un hombre honrado!

—Como tú eres un misántropo profesional... —empezó el diputado provincial.

—El hombre es el bicho más podrido y más indecente, ya os lo he dicho cien veces. Y el hombre honrado es el peor de los hombres.

—Anda, anda, ¿qué dices a eso tú, que hablabas el otro día del político honrado, refiriéndote a don Leovigildo? —le dijo León Gómez al diputado.

—¡Político honrado! —saltó Federico—. ¡Eso sí que no!

—¿Y por qué? —preguntaron tres a coro.

—¿Que por qué? Porque lo ha dicho él mismo.



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